Cuenta la leyenda que, queriendo indagar Zeus, Señor de todos los Dioses de la Antigua Grecia, acerca de la bondad del ser humano, descendió desde el Monte Olimpo a la ciudad de Atenas, disfrazado de mendigo. Allí solicitó asistencia, comida y posada, inicialmente a los nobles de la urbe, a esos mismos que le dejaban en los templos magnánimas ofrendas en forma de oro y sacrificios. Cuál no sería su sorpresa cuando, esos mismos que le despachaban grandes votos para ganarse su favor, ni siquiera le permitían acercarse a sus ostentosos hogares, enviando para expulsarlo a partidas de esclavos y criados para, mediante azotes, insultos y bofetadas, inhibirle de la necesidad de volver a acercarse a aquellas tierras a pedir.
No tuvo mejor suerte entre los acomodados comerciantes, demasiado preocupados día y noche en amasar y atesorar lujos y riquezas, que de poco les servirían cuando Hades les reclamara desde el Inframundo. En el mejor de los casos, con falsa moral, se le requería amablemente a marcharse, con un mendrugo de pan duro como dispendio por no volver a molestar a los dueños de esos hogares. Tampoco la clase obrera de la ciudad quiso acogerle, por temor a que ese mendigo les robara durante la noche las pocas estáteras y tetradracmas que, toda una vida de duro trabajo, les habían permitido ahorrar.
Ya desalentado y apesadumbrado, Zeus, viendo cómo se había corrompido el corazón de los hombres que los propios Dioses habían creado antaño, se dispuso a pasar la noche al raso, para reflexionar acerca de qué había fallado en aquella Creación. Fue cuando iba a recostarse que, en la lejanía, oyó un débil caminar que se acercaba a él. Se trataba de una pareja de ancianitos, que viendo a aquel miserable allí tendido, maloliente y afligido, se acercaron a prestarle auxilio.
Cuál no sería la sorpresa de Zeus cuando, los viejecitos, le ayudaron a levantarse y le llevaron hasta su humilde casa, que no era más que una vieja choza. Una vez allí le lavaron, le curaron las heridas que le habían ocasionado los vapuleos recibidos durante el día y le sentaron a su propia mesa. La anciana sacó de la despensa dos mendrugos de pan de centeno, un trozo de bacalao en salazón y media azumbre de vino aguado, en definitiva todo lo que había en la miserable alacena. Se puso todo en la mesa y se dividió a partes iguales. Terminada la cena, la anciana preparó con mantas y heno una poltrona que permitiese pasar al mendigo la noche, si no de la forma más cómoda posible, sí al menos abrigado del frío.
Conmovido Zeus por la bondad de los ancianos, que en su pobreza habían compartido con un desconocido todo lo que tenían, decidió recompensarles. Descubrió ante ellos su verdadera identidad y el motivo de su visita al mundo de los humanos, determinándoles que, siendo ellos los únicos que le habían atendido como se debe atender a un hermano, les concedería el deseo que tuviesen a bien solicitarle.
La sorpresa del Dios fue soberana, ya que estando dispuesto a conceder a sus hospedadores inmensas riquezas, poder político o grandes ejércitos a su servicio, lo que recibió como petición fue el rogar ante el Dios Hades que permitiera a los dos ancianos morir en el mismo momento, pues habían sido pobres durante toda su vida, no tenían hijos y únicamente se tenían el uno al otro, dando a entender que el peor de los castigos al que podían verse sometidos tanto el marido como la esposa sería el acabar sus días en soledad y en el recuerdo de su compañero de viaje.
Zeus, volvió al Olimpo, y ordenó a todos los Dioses velar por aquella pareja durante el resto de sus días, para que nada les faltara, ni nunca pasaran hambre, frío, enfermedad o desconsuelo en su alma. Cuando llegó el día de su tránsito a la otra vida, fue el mismo Zeus el que reclamó a Hades, Dios de la Muerte, las almas de los viejecitos. La bondad de aquellos corazones no podía acabar en el olvido del Inframundo.
Con el concurso de todos los Dioses transmutó la energía vital de aquellas ánimas en dos nuevos seres, dos nuevos entes dotados de gran longevidad, capacidad para soportar las adversidades con sencillez y, sobre todo, con la virtud de dar al que no tiene alimento y lumbre. Y creó dos OLIVOS.
Desde ese remoto momento, el olivar ha dado al labriego aceite, que sacia su apetito, y madera, para calentarse en las frías noches de invierno.
“HOGAR QUE GOZA DEL OLIVO, NI PADECE EL HAMBRE, NI SUFRE DE FRÍO”
Feliz día de la Botijuela a todas y a todos de parte del módulo de Ecoconsejero!!!!!!!!
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